martes, 24 de diciembre de 2013

Navidad a la francesa

Hoy disfrutaré de uno de esos clasicazos navideños que hace tiempo que no veo. Creéis que voy a hablar de “Qué bello es vivir” o alguna de esas, pues no, la película que voy a ver es “36.15 code Père Noël” titulada en España “Game Over: Se acabó el juego”.


Esta producción francesa de 1989 cuenta como se enfrenta el pequeño e inocente Thomas a una experiencia traumática. Thomas pertenece a una multimillonaria familia de magnates jugueteros y vive con su madre y su abuelo en una impresionante mansión. A pesar de ser un niño prodigio de la tecnología y extremadamente inteligente, aún conserva la inocencia y cree que Papa Noël es real (una ilusión que su madre ha ayudado a mantener). El día de Nochebuena, Thomas y su abuelo, se quedan solos en la mansión, porque su madre tiene una importante reunión en el trabajo. La madre había estado buscando desesperadamente a alguien que hiciera de Papa Noël en su centro comercial y contrata a un hombre psicológicamente inestable, con tendencias pedófilas (para más INRI) y que había tenido contacto previo con Thomas vía Minitel (luego os explico que era Minitel). Cuando el primer niño se sienta en las rodillas de este psicótico Papa Nöel, la madre observa su espeluznante comportamiento y lo despide. Este, enfurecido, se dirige a la casa de su ex-jefa dispuesto a matar a Thomas, al abuelo y a cualquiera que se pase por delante. El niño tendrá que recurrir a todo su valor y su ingenio para defender su casa, a su abuelo y su propia vida.


Si tenéis amigos o familiares en Francia, probablemente ya conozcáis el Minitel, los que no, os lo cuento: Minitel era una especie de teletexto conectado a la línea telefónica. Se inventó en Francia a finales de los setenta y se empezó a instalar en hogares y oficinas a partir de 1982. Ningún país quiso saber nada de él, sólo lo usaban los franceses, pero lo usaban TODOS los franceses. Si tecleaba 36.15 y luego un nombre o una palabra podías encontrar algo de información, una especie de páginas amarillas, vamos. Con la entrada de Internet su uso comenzó a decrecer, sin embargo aguantó hasta el año pasado.

Pasó injustamente desapercibida en su momento (a pesar de haber ganado unos cuantos premios en varios festivales) y en la actualidad está prácticamente olvidada, pero estoy segura de que la mayoría la visteis de pequeños y os gustó (y seguramente que también pasasteis un poquito de miedo).


Tiene unas buenas actuaciones y una factura de bastante calidad, con momentos de suspense, de tensión, y alguna que otra chorradita que aporta un toque de humor. Pero lo que más me gusta de esta película es su capacidad de transportarme a la infancia. Espero que la disfrutéis como yo.

Os dejo con la canción del final de Bonnie Tyler.

FELIZ NAVIDAD




jueves, 19 de diciembre de 2013

El anuncio


Ni el de la Lotería, ni el de Campofrio, ni leches. Este. Este es el anuncio de la Navidad.


 

lunes, 16 de diciembre de 2013

El crepúsculo de un rey

Este documental se emitió el pasado noviembre en la televisión francesa, pero aquí en España no, y no creo que se emita. Y no sé porqué. No lo entiendo, todos tenemos acceso a él en internet, y además todo lo que en él se cuenta ya lo conocíamos. Ponen tanto empeño en ocultar lo evidente que sólo consiguen quedar peor. Pero bueno...ellos verán.
Como he dicho, el contenido del documental lo conocémos, no cuenta ninguna novedad ni desvela ningún secreto, pero ver toda esta mierda junta no deja de ser indignante. Aunque a mi lo que me resulta más alarmante es la imagen que damos los españoles. No me refiero a la familia real, sino a nosotros, la gente normal, que sabemos todo lo que está pasando, y sin embargo, lo permitimos.
Seguro que la mayoría ya lo habéis visto, pero de todos modos aquí lo dejo por si acaso.


lunes, 9 de diciembre de 2013

Elapsed



Un científico loco realiza experimentos con un sujeto al que mantiene atado sobre una mesa de operaciones e inyecta una sustancia tóxica. Tras siete días el experimento parece fracasar ya que el paciente no muere, al menos no del todo...

martes, 22 de octubre de 2013

Sabine de Pierrefonds

Sabine de Pierrefonds fue una escultora medieval. Era hija de Hervé de Pierrefonds, más conocido por su nombre germánico de Erwin de Steinbach, constructor principal de la catedral de Estrasburgo Sabemos que ella esculpió el pórtico de la catedral de Estrasburgo y algunas de las estatuas góticas más notables de la catedral de Notre Dame de París. De su padre aprendió y se constituyó en maestra del gremio de arquitectos y picapedreros y formó a otros aprendices que estuvieron a su cargo. Durante la Edad Media no resultaba rara la presencia de mujeres que accedieron a la maestría en corporaciones de oficio dedicadas a la escultura, la albañilería, la carpintería, etc.

Y todo esto porque hace unos meses leí la novela del profesor de Historia Medieval José Luis del Corral, “El Número de Dios” (que por cierto recomiendo profundamente), donde reivindica que “un tercio de los trabajadores de la catedral de León fueron mujeres”.
El libro del Preboste de París del siglo XIII, detalla los oficios y corporaciones, como la cofradía de las Hilanderas, exclusivamente femeninos y nos da una idea de mujeres autónomas, con casas y talleres a su cargo.

Cómo veis la Edad Media no era tan oscura como creíamos...

miércoles, 16 de octubre de 2013

María Antonieta y los autómatas


Tal día como hoy de 1793 fue guillotinada en París la última reina de Francia, María Antonieta. Se casó muy joven con Luis XVI, vamos que era una niña, y hasta tres años después del matrimonio éste no pudo consumarse. Se ha especulado mucho sobre su papel en el fin de la monarquía en Francia, se ha escrito mucho sobre su vida, sus costumbres, así que no voy a aburriros con una retahíla de datos, para eso consultáis un libro de historia o la Wikipedia.

De lo que quiero hablaros es sobre un dato de Maria Antonieta menos conocido: su fascinación por los autómatas, y es que en su época, el siglo XVIII la creación de estos ingenios mecánicos estuvo muy de moda. Entonces eran un entretenimiento para la alta sociedad, una especie de juguete, ahora simplemente dan mal rollo. A mi, personalmente, me resultan inquietantes, me provocan desconfianza y ¿por qué no decirlo?, me dan un poco de miedo, pero a la vez, al igual que a María Antonieta, me fascinan. 

María Antonieta estaba tan prendada por los autómatas que encargó uno al maestre relojero y al ebanista de palacio. La autómata que crearon es conocida como “La Tocadora del Tímpano”. Hay quien dice que podría tratarse de una réplica de la mismísima reina, ya que representa a una bonita y elegante muchacha tocando el piano, algo que María Antonieta practicaba de forma habitual. Además la autómata lleva un vestido de seda que al parecer se hizo con la tela de uno de los vestidos de la propia reina.
Tras la Revolución, la autómata fue abandonada. Actualmente, la Tocadora de tímpano se encuentra en el Museo de Artes y Oficios de París.



viernes, 11 de octubre de 2013

El jovencito Frankenstein

Marty Feldman como Igor

Mi última entrada de Zinefilas va sobre la divertida película de 1974 "El jovencito Frankenstein". Aquí os dejo un enlace al artículo.


viernes, 5 de julio de 2013

Para Dios el cero no existe



“El increíble hombre menguante” es un clásico de la ciencia-ficción de los 50, que adapta al cine la genial novela de Richard Matheson. la historia sigue los planteamientos de “La metamorfosis” de Kafka. La crueldad de un mundo en el que todo lo que nos resultaba en un principio familiar y amigable se vuelve terrorífico es común a la película de Arnold y al relato de Kafka. Pero, hacia el final de la película, Matheson termina concluyendo de un modo más apropiado para la sala de cine. La voz en off del protagonista nos habla de dos iluminaciones místicas. La primera le devuelve la condición humana, una condición que otorga la fuerza suficiente para sobreponerse a cualquier dificultad. La segunda visión conecta lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande, otorgando significado y eternidad a la más minúscula existencia.
Este es el monólogo final:
Seguí haciéndome más pequeño. ¿Hasta cuándo? ¿Hasta llegar a lo infinitesimal? ¿Qué era yo? ¿Seguía siendo un ser humano o era el hombre del futuro? Si había otras nubes radioactivas flotando entre las nubes y los continentes me seguirían otros seres humanos a este mundo nuevo. ¡Qué próximos están lo infinitesimal y lo infinito!. Lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande se encuentran en un momento dado para cerrar un gigantesco círculo. Sentí como si pudiera abrazar el cielo. Infinitos mundos. El maravilloso tapiz tejido por Dios se extendía sobre mí en la noche y en ese momento conocí la respuesta al enigma del infinito. Hasta entonces había pensado dentro de la limitada dimensión humana. Que la existencia tiene un principio y un fin es un concepto humano, no divino. Sentí que mi cuerpo disminiuía, se disolvía, se convertía en la nada. Desapareció el miedo y se convirtió en aceptación. Toda la majestuosa grandeza de la creación tenía un significado. Yo tenía un significado. Yo el más pequeño entre los pequeños también tenía un significado. Para Dios el cero no existe. Yo sigo existiendo.
Si quieres saber más sobre esta estupenda película lee mi artículo en Zinéfilaz.

miércoles, 26 de junio de 2013

Cargo


Un hombre trata de proteger el preciado cargo que transporta mientras el mundo se desmorona a su alrededor.
Este corto fue finalista en el Tropfest Australia 2013. Disfrutadlo que merece la pena.


martes, 25 de junio de 2013

Richard Matheson, ahora es leyenda



Hoy ha muerto Richard Matheson, uno de mis escritores favoritos, a los 87 años. Me encanta toda su obra, pero especialmente sus relatos cortos, que me parecen una pasada. Así que que mejor homenaje que recordarle con una de sus maravillosas historias?

BOTÓN,BOTÓN - Richard Matheson
El paquete estaba junto a la puerta —una caja de cartón sellada con cinta, la dirección y sus nombres escritos a mano: Señor y Señora Lewis, 217 E. calle 37, Nueva York, Nueva York, 10016. Norma lo levantó, abrió la puerta y entró al apartamento. Apenas empezaba a oscurecer.
Después de haber puesto los trozos de cordero en la parrilla, se sentó y abrió el paquete.
Dentro de la caja de cartón había una unidad provista de un botón y sujetada a una pequeña arca de madera. Una cúpula de vidrio cubría el botón. Norma intentó levantarla pero estaba sellada. Volteó la unidad y vio un papel doblado y pegado con cinta adhesiva a la parte inferior de la caja. Lo desprendió: El señor Steward los visitará a las 8 p.m.
Norma colocó la unidad del botón a su lado, sobre el sofá. Releyó el mensaje impreso, sonriendo.
Unos minutos después regresó a la cocina para hacer la ensalada.
El timbre sonó a las ocho en punto. —Yo abro —gritó Norma desde la cocina. Arthur estaba en la sala, leyendo.
Había un hombre pequeño en la entrada. Se quitó el sombrero cuando Norma abrió la puerta. —¿Señora Lewis? —preguntó cortésmente.­
—¿Sí?
—Soy el señor Steward
—Ah, cierto. Norma reprimió una sonrisa. Ahora estaba segura de que se trataba de un truco para vender algo.
—¿Puedo pasar? —preguntó el señor Steward.
—Estoy bastante ocupada —dijo Norma—, pero le traeré su paquete. Le dio la espalda.
—¿No quiere saber lo que es?
Norma se volteó. El tono del señor Steward fue ofensivo. —No, creo que no —contestó ella.
—Podría resultar muy provechoso —le dijo.
—¿Económicamente? —lo cuestionó.
El señor Steward asintió. —Económicamente —dijo.
Norma frunció el ceño. No le gustó la actitud del hombre. —¿Qué está intentando vender? —preguntó ella.
—No estoy vendiendo nada —respondió él.
Arthur salió de la sala. —¿Pasa algo?
El señor Steward se presentó.
Ah, el … —Arthur señaló hacia la sala y sonrió—. ¿Y qué es ese aparato, a todo esto?
—No me tomará mucho tiempo explicarlo —contestó el señor Steward—. ¿Puedo pasar?
—Si está vendiendo algo… —dijo Arthur.
El señor Steward negó con la cabeza. —No, no vendo nada.
Arthur miró a Norma. —Como quieras —le dijo ella.
Dudó un poco. —Bueno, ¿por qué no? —dijo él.
Entraron a la sala y el señor Steward se sentó en la silla de Norma. Metió la mano en el bolsillo de dentro de su abrigo y sacó un pequeño sobre sellado. —Aquí dentro hay una llave para abrir la cúpula del timbre —dijo y colocó el sobre encima de la mesa auxiliar—. El timbre está conectado a nuestra oficina.
—¿Para qué sirve? —preguntó Arthur.
—Si oprime el botón —le dijo el señor Steward— en alguna parte del mundo alguien que usted no conoce morirá. A cambio, recibirá un pago de 50.000 dólares.
Norma se quedó mirando al hombrecillo. Estaba sonriendo.
—¿De qué habla? —le preguntó Arthur.
El señor Steward pareció sorprendido. —Pero si lo acabo de explicar —dijo.
—¿Es esto una broma de mal gusto?
—De ningún modo. La oferta es completamente genuina.
—Eso que usted dice no tiene sentido —dijo Arthur—. Usted espera que creamos…
—¿A quién representa? —inquirió Norma.
El señor Steward se notó apenado. —Me temo que no estoy autorizado para revelarle eso —dijo—. Sin embargo, le aseguro que la organización es de talla internacional.
—Creo que es mejor que se vaya —dijo Arthur poniéndose de pie.
El señor Steward se levantó. —Por supuesto.
—Y llévese la unidad con usted.
—¿Está seguro de que no le interesaría pensarlo hasta mañana, quizás?
Arthur levantó la unidad del botón y el sobre y los tendió bruscamente en las manos del señor Steward. Caminó por el pasillo y abrió la puerta.
—Dejaré mi tarjeta —dijo el señor Steward. La colocó encima de la mesilla que estaba cerca de la puerta.
Cuando se había ido, Arthur rompió la tarjeta por la mitad y arrojó los pedazos sobre la mesa.
Norma permanecía sentada en el sofá. —¿Qué crees que era? —preguntó.
—No me interesa saber —contestó él.
Ella intentó sonreír pero no pudo. —¿No te da ni un poco de curiosidad?
—No —negó con la cabeza.
Después de que Arthur había retomado su libro, Norma regresó a la cocina y acabó de lavar los platos.
—¿Por qué no quieres hablar de eso? —preguntó Norma.
Los ojos de Arthur se movían constantemente mientras se cepillaba los dientes. Miraba el reflejo de Norma en el espejo del baño.
—¿No te intriga?
—Me ofende —dijo Arthur.
—Ya sé, pero —Norma colocó otro rulo en su pelo— ¿no te intriga también?
—¿Crees que es una broma de mal gusto? —preguntó ella cuando entraban a la habitación.
—Si lo es, es una broma asquerosa.
Norma se sentó en la cama y se quitó las pantuflas. —Tal vez sea algún tipo de investigación psicológica.
Arthur se encogió de hombros. —Podría ser.
—Tal vez algún millonario excéntrico la está realizando.
—Tal vez.
—¿No te gustaría saber?
Arthur negó con la cabeza.
¿Por qué?
—Porque es inmoral —le dijo.
Norma se deslizó bajo las cobijas. —Bueno, yo creo que es intrigante —dijo. Arthur apagó la lámpara y se agachó para besarla. —Buenas noches —le dijo.
—Buenas noches —Norma le dio palmaditas en la espalda.
Norma cerró los ojos. «Cincuentamil dólares», pensó.
En la mañana, cuando iba a salir del apartamento, Norma vio las dos mitades de la tarjeta sobre la mesa. Impulsivamente, las arrojó dentro de su cartera. Cerró la puerta y alcanzó a Arthur en el ascensor.
Mientras estaba en su descanso sacó las dos partes de la tarjeta y juntó los pedazos rasgados. Solamente el nombre del señor Steward y un número telefónico estaban impresos en la tarjeta.
Después del almuerzo volvió a sacar las dos mitades y unió los bordes con cinta adhesiva. «¿Por qué estoy haciendo esto?», pensó.
Poco antes de las cinco marcó el número.
—Buenas tardes —dijo la voz del señor Steward.
Norma por poco cuelga, pero se contuvo. Aclaró la garganta.
—Habla la señora Lewis —dijo.
, señora Lewis —el señor Steward se escuchó complacido.
—Tengo curiosidad.
—Es natural —dijo el señor Steward.
—No es que crea una sola palabra de lo que nos dijo.
—Sin embargo, es la pura verdad —contestó el señor Steward.
—Bueno, como sea —Norma tragó saliva—. Cuando manifestó que alguien en el mundo moriría, ¿qué quiso decir?
—Exactamente eso —contestó—. Podría ser cualquier persona. Todo lo que garantizamos es que usted no la conoce. Y, por supuesto, que usted no tendría que verla morir.
—Por 50.000 dólares—dijo Norma.
—Es correcto.
Ella hizo un sonido de burla.
—Eso es una locura.
—Pero esa es la propuesta —dijo el señor Steward—. ¿Desea que le lleve de nuevo la unidad?
Norma se puso tensa.
Claro que no —colgó malhumorada.
El paquete estaba junto a la puerta principal, Norma lo vio al salir del ascensor. «Bueno, ¡qué frescura!», pensó. Fijó la mirada en el paquete mientras abría la puerta. «Simplemente no lo entraré», se dijo. Entró y empezó a preparar la cena.
Más tarde, salió al pasillo principal. Abriendo la puerta, levantó el paquete y lo trasladó hasta la cocina, dejándolo sobre la mesa.
Se sentó en la sala, mirando a través de la ventana. Después de un rato, fue a la cocina para colocar las chuletas en la parrilla. Colocó el paquete en la alacena inferior. Lo tiraría en la mañana.
—Tal vez algún millonario excéntrico está jugando con la gente —dijo ella.
Arthur levantó la mirada de su plato. —No te entiendo.
—¿Qué quieres decir?
Olvídalo —le dijo a ella.
Norma comió en silencio. De repente bajó su tenedor. —Supón que es una oferta real —dijo ella.
Arthur se quedó mirándola.
Supón que es una oferta real.
—Está bien, supón que lo es —él se veía incrédulo—. ¿Qué querrías hacer? ¿Volver a tener el botón y oprimirlo? ¿Asesinar a alguien?”
Norma pareció disgustada. —Asesinar.
—¿Cómo lo definirías?
—¿Si ni siquiera conoces a la persona? —dijo Norma.
Arthur quedó estupefacto. —¿Estás diciendo lo que creo que estás diciendo?
—¿Si es algún viejo campesino chino a diez mil millas de distancia? ¿Algún aborigen enfermo en el Congo?
—¿Qué tal un bebé en Pennsylvania? —Arthur replicó—. ¿Alguna hermosa niña en la otra cuadra?
—Ahora estás exagerando las cosas.
— Norma, el hecho es—continuó—, no importa a quién matas sigue siendo asesinato.
—El hecho es —interrumpió Norma—, si es alguien a quien nunca has visto en la vida y a quien nunca verás, alguien de cuya muerte ni siquiera tendrás que saber aun así ¿no apretarías el botón?
Arthur se quedó mirándola, horrorizado. —¿Quieres decir que tú lo harías?
—Cincuenta mil dólares, Arthur.
—¿Qué tiene que ver la cantidad…
Cincuenta mil dólares, Arthur —interrumpió Norma—. Una oportunidad para hacer ese viaje a Europa del que siempre hemos hablado.
—Norma, no.
—Una oportunidad para comprar esa cabaña en la isla.
—Norma, no —su cara había palidecido.
Ella se encogió de hombros. —Está bien, tranquilízate —dijo ella—. ¿Por qué te enojas tanto? Sólo estamos hablando.
Después de la cena, Arthur fue a la sala. Antes de abandonar la mesa dijo:
—Preferiría no discutirlo más, si no te importa.
Norma levantó los hombros. —Está bien.
Ella se levantó más temprano que de costumbre para preparar panqueques, huevos y tocino para el desayuno de Arthur.
—¿Qué estamos celebrando? —preguntó Arthur con una sonrisa.
—No, no se trata de ninguna celebración —Norma se mostró ofendida—. Quise hacerlo, es todo.
—Bueno —dijo él—, me alegro de que lo hayas hecho.
Ella volvió a llenar la taza de Arthur. —Quería demostrarte que no soy… —se encogió de hombros.
—¿Que no eres qué?
—Egoísta.
—¿Dije que lo eras?
—Pues —ella gesticuló vagamente—, anoche…
Arthur permaneció callado.
—Toda esa charla acerca del botón —dijo Norma—. Creo que… pues, me malinterpretaste.
—¿En qué sentido? —su voz fue cautelosa.
—Creo que pensaste —gesticuló de nuevo— que yo sólo estaba pensando en mí.
—Ah.
—No lo hacía.
—Norma…
—Pues no lo hacía. Cuando hablé de Europa, la casa en la isla…
—Norma, ¿por qué te estás involucrando tanto en esto?
—De ninguna manera lo estoy haciendo —respiró nerviosamente—. Sólo intento decir que…
—¿Qué?
—Que quisiera un viaje a Europa para nosotros. Que quisiera una cabaña en la isla para nosotros. Quisiera un apartamento mejor para nosotros, mejores muebles, mejor ropa, un auto. Me gustaría que nosotros por fin tuviéramos un bebé, a decir verdad.
—Norma, ya lo haremos —dijo él.
—¿Cuándo?
Se quedó mirándola, consternado. —Norma…
¡¿Cuándo?!
—¿Estás… —pareció retractarse un poco—, estás diciendo en serio…?
—Estoy diciendo que probablemente lo están haciendo para un proyecto investigativo —lo interrumpió—. Que quieren saber qué haría la gente común frente a tal circunstancia, que sólo están diciendo que alguien moriría para estudiar las reacciones, para ver si hay sentimiento de culpa, ansiedad, ¡lo que sea! No crees que en realidad matarían a alguien, ¿verdad?”
Él no contestó. Ella vio que a Arthur le temblaban las manos. Después de un rato él se levantó y se fue.

Cuando se había ido a trabajar, Norma permaneció en la mesa, mirando fijamente su café. «Voy a llegar tarde», pensó. Se encogió de hombros. ¿Qué importaba?, ella debería estar en casa y no trabajando en una oficina.
Mientras acomodaba los platos, se volvió abruptamente, se secó las manos y sacó el paquete de la alacena inferior. Lo abrió y colocó la unidad del botón sobre la mesa. Se quedó mirándola un rato antes de sacar la llave del sobre y retirar la cúpula de vidrio. Fijó su mirada en el botón. «Qué ridículo», pensó. «Todo este alboroto por un botón sin importancia».
Estiró la mano y lo oprimió. «Por nosotros» —se dijo con rabia.
Se estremeció. ¿Estaría sucediendo? Un escalofrío aterrador la recorrió.
En un momento ya todo había terminado. Hizo un ruido desdeñoso. «Ridículo», pensó. «Exaltarse tanto por nada».
Tiró la unidad del botón, la cúpula y la llave a la caneca de la basura y se apresuró a vestirse para ir al trabajo. Acababa de dar vuelta a los filetes para la cena cuando sonó el teléfono. Levantó la bocina. —¿Aló?
—¿Señora Lewis?
—¿Sí?
—Este es el hospital Lenox Hill.
Se sintió irreal cuando la voz le informó del accidente en el subterráneo: los empujones de la multitud, Arthur había sido arrojado de la plataforma cuando el tren pasaba. Era consciente de que estaba negando con la cabeza pero no podía parar.
Cuando colgó, recordó la póliza de seguro de vida de Arthur por 25.000, con doble indemnización por…
— ¡No! Parecía que no podía respirar. Se incorporó con gran dificultad y caminó atontada hasta la cocina. Algo helado presionaba su cráneo mientras sacaba la unidad del botón de la caneca de la basura. No había clavos ni tornillos a la vista. No podía ver cómo estaba ensamblada.
De repente, comenzó a estrellarla contra el borde del lavaplatos, golpeándola cada vez con más violencia hasta que la madera se quebró. Separó las partes, cortándose los dedos sin darse cuenta. No había transistores en la caja, ni cables, ni tubos. La caja estaba vacía.
Se volvió con un grito ahogado cuando el teléfono sonó. Tropezándose para llegar hasta la sala, levantó la bocina.
—¿Señora Lewis? —preguntó el señor Steward.
No era su voz la que chillaba de tal manera, no podía ser. —¡Usted dijo que yo no conocería al que muriera!
—Mi querida señora —dijo el señor Steward—, ¿en verdad cree que usted conocía a su esposo?




Para los que sabéis inglés aquí os dejo un enlace para que leáis su primer relato: "Born of a man and a woman"

miércoles, 12 de junio de 2013

Manía


Manía era la personificación de la locura en la mitología griega (en la mitología etrusca era la diosa de la muerte, tócate los pies).
Era análoga a las Erinias y a todos los genios infernales, mitad divinidades, mitad simples abstracciones que son agentes de la cólera divina. Es enviada, por ejemplo, a los que no observan los ritos y los vuelve locos. Ella los precipita en las catástrofes y les impulsa a cometer crímenes. (Fuente: Diccionario de mitología griega y romana de Pierre Grimal)

Pues esta era Manía, y aunque ahora las manías no sean personificaciones, son la manifestación de esa pequeña locura que se esconde en todos nosotros. Yo tengo muchas manías, lo reconozco, La que más odio es la de morderme las uñas. También tengo la manía de ordenar todo de tal modo que este recto, no puedo ver el pan en la mesa boca-abajo, etc. Y vosotros ¿qué manías tenéis?

lunes, 20 de mayo de 2013

La maldición de Ondina

Ondina, de John William Waterhouse

Una de las enfermedades más extrañas que se dan en los seres humanos se conoce como "La maldición de Ondina", cuyo nombre procede de una antigua leyenda mitológica germánica-escandinava.

Ondina era una ninfa del agua. Como toda ninfa, Ondina era bella e inmortal; con la única amenaza de enamorarse de un mortal (un ser humano) y que ambos dones, su belleza e inmortalidad, desaparezcan definitivamente.
Así, como en toda la mitología, Ondina no pudo ir en contra de su destino y se enamoró de Sir Lawrence, un audaz caballero con el que finalmente, contrajo matrimonio. De esta manera, durante la ceremonia, Sir Lawrence pronunció los votos más admirables que haya escuchado la ninfa e inclusive la audiencia, dijo: “Que cada aliento que dé mientras estoy despierto sea mi compromiso de amor y fidelidad hacia ti”. Después de un año de matrimonio, Ondina dio a luz a su único hijo y desde ese momento empezó a envejecer. Definitivamente, su atractivo físico también empezó a desvanecerse como también lo hizo el interés de Sir Lawrence.
Un día, Ondina se encontraba paseando cerca de los establos, cuando escuchó el ronquido familiar de su esposo. Cuando se fue acercando, se dio con la sorpresa de que este yacía durmiendo en los brazos de otra mujer. Ondina, desesperada y colérica despertó a Sir Lawrence rápidamente, y señalándole con el dedo y profirió su maldición: “Me juraste fidelidad por cada aliento que dieras mientras estuvieras despierto y acepté tu promesa. Así sea. Mientras te mantengas despierto, podrás respirar, pero si alguna vez llegas a dormirte, ¡Te quedarás sin aliento y morirás!”. Sir Lawrence se vio condenado entonces a mantenerse despierto para siempre.

Esta enfermedad sólo la sufren unas 300 personas en todo el mundo, aunque se sospecha que es la causa de la muerte súbita unos 200.000 bebés al año. Se caracteriza por un control anormal de la respiración durante el sueño, es decir, que, quienes la sufren deben estar muy atentos mientras duermen puesto que un simple descuido, puede llevarlos a una muerte segura.
Sin embargo, existen personas que han podido convivir con la enfermedad y honestamente, esto no es un aliento ya que dicho mal empeora de manera progresiva y el individuo llega a arriesgar la vida cada vez que duerme.
De esta manera, este sueño se trata a través de la ventilación asistida durante cada noche. Pero, cualquier descuido durante el día, de quedarse dormido sin esta oxigenoterapia, podría llevarlo a la muerte segura.

martes, 30 de abril de 2013

El entierro, Byron


1816, el año sin verano. El año anterior había hecho erupción el volcán Tambora en Indonesia, y las consecuencias de esta erupción se dejaron sentir en todo el hemisferio norte, creando un año 1816 frío y lluvioso. Pero todos los gases y cenizas expulsados por el volcán a la atmósfera, también causaron unos maravillosos amaneceres y puestas de sol que tan bien supo capturar en sus cuadros Turner.
Bueno, a lo que iba, durante este año Percy Shelley decidió ir a la casa de Lord Byron en Suiza, Villa Diodiati, con su amante Mary Godwin (posteriormente Mary Shelley).También se encontraba allí el médico personal de Byron, John Polidori.
Una noche Byron les desafió a que cada uno compusiera un relato de terror. Polidori escribió "El Vampiro", Percy Shelley "Los asesinos", Mary Shelley "El sueño" (que sería el germen de "Frankenstein") y Lord Byron "El entierro", relato que aquí os dejo porque como es cortito en un momento os leéis.


El entierro


En el año de 17..., después de haber meditado por algún tiempo sobre la posibilidad de viajar por países que hasta ahora los viajeros no frecuentan mucho, partí en compañía de un amigo, a quien me referiré como August Darvell.
Era unos años mayor que yo, un hombre de fortuna considerable y familia de prosapia. Ventajas que él ni devaluaba ni sobreestimaba gracias a su gran capacidad. Algunas circunstancias singulares en su historia personal lo habían convertido para mí en objeto de atención, interés y hasta de estimación, que no disminuían ni sus modales reservados ni las ocasionales muestras de angustia que a veces le acercaban a la enajenación mental.
Yo era todavía un joven y había empezado a vivir temprano; pero mi intimidad con él era reciente: asistimos a las mismas escuelas y universidad; mas su paso por ellas me había precedido, y él ya se había iniciado a fondo en lo que se ha llamado el mundo, mientras yo estaba todavía en el noviciado. Durante ese tiempo, escuché detalles en abundancia tanto de su vida pasada como de la presente y, aunque en estas narraciones había muchas e irreconciliables contradicciones, podía yo inferir que él no era un ser común, sino alguien que, aun cuando se esforzara por no ser conspicuo, seguía siendo notable.
Había trabado conocimiento con él e intenté conquistar posteriormente su amistad, pero parecía que ésta era inalcanzable; los afectos que pudiera haber sentido aparentaban para entonces o haberse extinto o concentrarse en él. Tuve suficientes oportunidades para observar que sus sentimientos eran intensos; pues aún cuando los podía controlar, le era imposible encubrirlos por completo; sin embargo, tenía la facultad de dar a una pasión la apariencia de otra, de modo que resultaba difícil definir la naturaleza de lo que sucedía en su interior; y las expresiones de su rostro podían variar con tal rapidez, aunque ligeramente, por lo que resultaba inútil tratar de escudriñar su origen.
Era manifiesto cómo lo dominaba una angustia incurable; pero nunca pude descubrir si era a causa de la ambición, el amor, el remordimiento o la pena, de uno solo o de todos estos, o sencillamente por un temperamento mórbido, semejante a una enfermedad. Existían circunstancias supuestas que habrían podido justificar su atribución a cualquiera de estas causas; pero como antes dije, éstas eran tan contrarias y contradictorias que ninguna podía considerarse definitiva.
Se supone generalmente que donde hay misterio existe también la perversidad: no sé cómo pueda ser esto, pero es un hecho que en él existía el primero aunque no podría atestiguar los alcances de la segunda —y estaba poco dispuesto, en lo que a él se refería, a creer en su existencia. Recibía mi proximidad con bastante reserva; mas yo era joven y difícil para el desaliento; y, con el tiempo, tuve éxito al entablar, hasta cierto punto, ese vínculo común y esa confianza moderada de los intereses mutuos y cotidianos que crean y cimentan la comunión de empeños, y la frecuencia de encuentros que se llama intimidad o amistad según las ideas de quienes utilizan esas palabras para su expresión.
Darvell había viajado ampliamente; me dirigí a él para que me aconsejara respecto al viaje que pretendía realizar. Era mi deseo secreto que se dejara persuadir para acompañarme; además, era una perspectiva improbable; basada en la vaga inquietud que había observado en él y a la cual daban renovada fuerza el entusiasmo que parecía sentir hacia tales temas y su aparente indiferencia por todo lo que lo rodeaba muy de cerca.
Al principio insinué mi deseo y después lo expresé abiertamente: su respuesta, aun cuando yo la esperaba en alguna medida, me dio todo el placer de una sorpresa: aceptó; y, al término de los preparativos necesarios, comenzamos nuestra travesía.
Después de viajar por varios países del sur de Europa, volvimos la atención hacia el Este, de acuerdo con nuestro destino original; y fue en nuestro recorrido a través de estas regiones que ocurrió el incidente que da ocasión a mi relato.
La complexión de Darvell, que, dada su apariencia, debía haber sido en su juventud más robusta de lo normal, estaba decayendo gradualmente desde algún tiempo atrás, sin que mediara ninguna enfermedad manifiesta: no tenía tos ni tisis; sin embargo, cada día se debilitaba más; sus hábitos eran moderados, no admitía ni se quejaba de fatiga; no obstante, era evidente que se estaba consumiendo: se volvía cada vez más y más silencioso e insomne y, por fin, se alteró de tan notable manera que mi preocupación aumentó de manera proporcional al peligro que yo consideré le amenazaba.
A nuestra llegada a Esmirna, nos habíamos propuesto ir a una excursión a las ruinas de Éfeso y Sardis, de la cual intenté disuadirlo debido a su indisposición —pero en vano: parecía existir una opresión en su mente, y una solemnidad en sus modales que no correspondían con su ansiedad para seguir con lo que yo consideraba un simple viaje de placer, totalmente inadecuado para una persona delicada; pero no me opuse más, y unos días después partimos en compañía únicamente de un guía y un cargador.
Habíamos recorrido la mitad del camino hacia los vestigios de Éfeso, dejando atrás los contornos mas fértiles de Esmirna y nos adentrábamos en esa región inhóspita y deshabitada a través de los pantanos y desfiladeros que llevan a las pocas chozas que aún subsisten sobre las destrozadas columnas de Diana —las paredes sin techo de la cristiandad expulsada y la aún más reciente pero total desolación de las mezquitas abandonadas— cuando la súbita y vertiginosa enfermedad de mi compañero nos obligó a detenernos en un cementerio turco, cuyas lápidas coronadas de turbantes eran el solo indicio de que la vida humana había morado alguna vez en ese yermo. La única caravana que vimos había quedado unas horas atrás; no se podía ver ni esperar vestigio alguno de pueblo o cabaña siquiera, y esta "ciudad de los muertos" parecía ser el único refugio para mi desafortunado amigo, quien se veía próximo a convertirse en su siguiente morador.
En esta situación, busqué por los alrededores un lugar en el que pudiera reposar con más comodidad: al contrario del aspecto usual de los cementerios mahometanos, los cipreses de éste eran escasos, esparcidos sobre toda la superficie; la mayoría de las tumbas estaban derruidas y desgastadas por los años: sobre una de las más grandes y bajo de uno de los árboles más frondosos, Darvell se apoyó, inclinándose con gran dificultad. Pidió agua. Yo dudaba que pudiéramos encontrarla, aunque me dispuse ir a buscarla a pesar de mi desaliento: pero él deseaba que yo permaneciera con él; y volviéndose hacia Suleiman, nuestro cargador, que fumaba con gran tranquilidad, le dijo:
—Suleimán, verbena su— ( o sea, trae un poco de agua) y continuó describiéndole con gran detalle el punto donde podría encontrarla. Era un pequeño pozo para camellos, algunos cientos de yardas a la derecha. El jenízaro obedeció.
Dije a Darvell:
—¿Cómo supo esto?
—Por nuestra posición— repuso —usted debe notar que el lugar estuvo habitado alguna vez y no podría haberlo estado sin manantiales. Además, ya he estado aquí antes.
—¡Usted ya ha estado aquí! ¿Como nunca me lo mencionó? Y ¿qué hacía usted en lugar semejante donde nadie puede permanecer un momento más sin pedir ayuda?
A esta pregunta no recibí respuesta alguna. Mientras tanto, Suleimán regresó con el agua y dejó al guía y a los caballos en la fuente. Parecía que al mitigar su sed Darvell revivió por un momento; y albergué la esperanza de que pudiese continuar, o por lo menos regresar, y lo exhorté a intentarlo.
Él guardó silencio. Parecía poner orden en sus pensamientos antes de esforzarse al hablar.
—Éste es el fin de mi jornada —comenzó— y de mi vida; vine hasta aquí para morir; pero tengo una súplica que hacer: una orden que dar, pues tales deben ser mis últimas palabras. ¿La cumplirá?
—Desde luego; pero tengo mejores intenciones.
—Yo no tengo esperanzas, ni deseos, sino éste: oculte mi muerte a todo ser humano.
—Espero que no se presente la ocasión; usted se recuperará y...
—¡Silencio!, así debe ser: prométalo.
—Sí.
—Júrelo por lo más— aquí pronunció un juramento de gran solemnidad.
—No hay razón para ello, yo cumpliré con su petición; y dudar de mi es...
—No puedo evitarlo, debe usted jurar.
Pronuncié el juramento y eso pareció aliviarlo. Se quitó del dedo un anillo de sello, que tenía grabados algunos caracteres arábigos, y me lo dio.
—En el noveno día del mes — continuó—, precisamente al mediodía (el mes que usted guste, pero el día debe ser ése) usted deberá arrojar este anillo a la fuentes de agua salada que alimentan la bahía de Eleusis. Al día siguiente, a la misma hora, deberá dirigirse a las ruinas del templo de Ceres y esperar una hora...
—¿Para qué?
—Ya lo verá
—¿Dice usted que el noveno día del mes?
—El noveno.
Cuando hice la observación de que el presente era el noveno día del mes, su semblante cambió e hizo pausa. Mientras estaba sentado, debilitándose visiblemente, una cigüeña con una serpiente en el pico se posó sobre una tumba cercana a nosotros; y, sin devorar su presa, daba la impresión de observarnos fijamente. No sé lo que me impulsó a espantarla, pero el intento fue inútil; hizo algunos círculos en el aire y regresó exactamente al mismo lugar. Darvell la señaló y sonrió. Habló —no sé si para sí mismo o para mí— pero las palabras sólo fueron:
—Está bien.
—¿Qué es lo que está bien? ¿Qué quiere decir?
—No importa; usted deberá enterrarme aquí esta noche, y en el punto exacto en que está parada esa ave. Ya conoce usted el resto de mis mandatos.
Entonces procedió a darme algunas instrucciones sobre cómo podría ocultar mejor su muerte. Cuando terminó, dijo:
—¿Ve usted esa ave?
—Desde luego.
—¿Y la serpiente que se retuerce en su pico?
—Sin duda: no hay nada raro en ello; es su presa natural. Pero resulta extraño que no la devore.
Se rió de una manera espectral y dijo lánguidamente:
—Todavía no es el momento.
Mientras hablaba, la cigüeña emprendió el vuelo. La seguí con los ojos un instante: no pude haber tardado más que en contar diez. Sentí aumentar el peso de Darvell, por poco que fuese, sobre mi hombro y, al volver a verlo a la cara, vi que había muerto.
Me impresionó la repentina certeza inconfundible: en pocos minutos su semblante se tornó casi negro. Hubiera podido atribuir ese cambio tan rápido a la acción de algún veneno, si no hubiera estado consciente de que no tuvo oportunidad alguna de tomarlo sin que yo me diera cuenta. El día se acercaba a su final, el cuerpo se descomponía con rapidez. No quedaba nada más que cumplir su petición. Con ayuda del yatagán de Suleimán y de mi propio sable, excavamos una tumba poco profunda en el sitio que Darvell había indicado: la tierra cedió con facilidad: tiempo atrás había recibido un ocupante mahometano.
Cavamos lo más profundo que el tiempo permitió y, arrojando la tierra seca sobre todo lo que quedaba del ser tan singular que acababa de partir, cortamos algunos bloques del césped más verde que crecía en la tierra menos desgastada que nos rodeaba y lo pusimos sobre su sepulcro.
Entre el asombro y la pena, no podía derramar una lágrima.