La Gioconda residió en diferentes hogares, entre ellos el lujoso cuarto de baño de Francisco I, el dormitorio de Luis XIV (el Rey Sol) y también en el de Napoleón hasta que en 1815 instalaron definitivamente el cuadro en el Museo del Louvre.
En 1911 visitar el Louvre no era como ahora, las largas colas que se forman en la puerta para entrar eran inexistentes y tampoco te encontrabas con esos grandes grupos de turistas. El ambiente que se respiraba en el museo era de tal tranquilidad que los pocos visitantes que había tenían la sensación de estar solos y los cuadros que se exhibían no estaban protegidos por las grandes medidas de seguridad actuales, es más, era habitual que las pinturas se descolgaran para fotografiarlas ya que el museo contaba con un novedoso estudio fotográfico, de hecho aunque el robo de La Gioconda tuvo lugar el día 21, no fue hasta dos días más tarde que el museo se dio cuenta de la desaparición.
El 23 de agosto los periódicos de medio mundo publicaban: ¡La Gioconda ha desaparecido! Entonces nació el mito ya que gracias a la educación básica obligatoria el número de gente que sabía leer había aumentado considerablemente, esto unido al auge de la prensa popular y al desarrollo de la fotografía comercial, hizo que el robo causara tanto revuelo que acabó convirtiendo a la Gioconda en el cuadro más famoso del mundo. Sólo las guerras habían recibido una cobertura periodística tan amplia.
Dos años tardó el cuadro en ser recuperado, tiempo durante el cual se formaban colas de miles de personas que acudían al museo para ver su ausencia en la pared.
Se contó con los mejores detectives de la época y con las técnicas más modernas para la investigación, durante la cual hubo diversos sospechosos. Se creyó que el ladrón podría ser algún millonario excéntrico, luego las sospechas apuntaron hacía el mundo del arte, llegando a ser acusados el padre del surrealismo Apollinaire e incluso el propio Picasso.
A pesar de todos los esfuerzos, las investigaciones no tuvieron ningún resultado, hasta que en el invierno de 1913 un hombre que se hacía llamar Leonardo se puso en contacto con un marchante de arte de Florencia (ciudad natal de la Gioconda) y con el director de la galería de los Uffizi y devolvió el cuadro, así sin más. No pidió nada a cambio.
Posteriormente el tal Leonardo (cuyo verdadero nombre era Vincenzo Peruggia) explicó que robó la Gioconda para devolverla a Italia. Al parecer Peruggia trabajaba como cristalero y chapucillas en París y a él le encargó el Louvre la fabricación de un marco de cristal para proteger a la Gioconda, por lo que Peruggia sabía de sobra como desmontarlo y llevarse el cuadro. Durante dos años la policía buscó a la Gioconda por todo el mundo y resulta que estaba a unas pocas manzanas del Louvre, en la casa de Peruggia. Aunque más tarde los psiquiatras determinaron que Peruggia no era lo suficientemente inteligente para haber llevado a cabo el robo él solo, el caso se acabó cerrando ya que comenzó la Primera Guerra Mundial.
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